Un blog que quería ser una ventana abierta a todas las cosas que me gustan. Al final se está convirtiendo en una mezcla extraña de libros, cómics y gatos. Mi único objetivo: un lugar para compartir y recordar aquellas historias que pasan por mis manos.
lunes, 23 de abril de 2012
"El invierno en Lisboa" de Antonio Muñoz Molina
El invierno en Lisboa (1987) es la segunda novela de Muñoz Molina. La primera, Beatus Ille, la publicó el año anterior y es seguramente esta genial obra junto a la aparición de una reseña amiga lo que finalmente me ha animado a retomar la literatura en castellano. Y no he podido tener mejor suerte en este libro que ha caído (prestado) del cielo.
A pesar del título, la primera parte de la novela transcurre en un San Sebastian que huele bourbon y a notas de jazz mezclado con el humo azulado que se condensa en los clubes nocturnos, en este caso el garito lleva por nombre Lady Bird. El protagonista es un pianista melancólico que toca en las sombras, un solitario que pasea oliendo el mar del norte sintiendo cómo la humedad se va colando en sus huesos.
La segunda parte es mucho más cinematográfica ya que la acción fluye con rapidez y tiene como telón de fondo una Lisboa que no conozco, porque es la Lisboa de hace 20 años, más decrépita y más suburbio y por eso quizás más auténtica.
Al final se trata de una obra que no puede entenderse sin esos lugares, reales o soñados por los amados o las dos cosas al mismo tiempo:
Los nombres, como la música, me dijo una vez Biralbo con la sabiduría de la tercera o cuarta ginebra, arrancan del tiempo a los seres y a los lugares que aluden, instituyen el presente sin otras armas que el misterio de su sonoridad. Por eso él pudo componer la canción sin haber estado nunca en Lisboa: la ciudad existía antes de que él la visitara igual que existe ahora para mí, que no la he visto, rosada y ocre al mediodía, levemente perfumada por las sílabas de su nombre como de aliento oscuro, Lisboa, por la tonalidad del nombre de Lucrecia. Pero hasta de los nombres es preciso despojarse, afirmaba Biralbo, porque también en ellos habita una clandestina posibilidad de memoria, y hace falta arrancársela entera para poder vivir, decía, para salir a la calle y caminar hacia un café como si de verdad uno estuviera vivo.
Es una novela que hay que beber pausadamente, absorbiendo cada una de las palabras que no están colocadas al azar y tienen algo de la belleza de quien guarda un misterio. Este juego de ida y vuelta, de retales que se van mezclando y sumando hasta conformar el puzzle final es precisamente una de las grandes cualidades del escritor. Un relato de amor y de encuentros y desencuentros efímeros, a veces forzados, otras fortuitos. Una historia contado con arte, buena literatura en la que nos podemos imaginar vivos a los personajes, como si en algún momento de nuestro pasado borroso hubiésemos coincidido con ellos en la barra de un bar. O mejor aún, como si solamente los hubiésemos presentido, sentándonos en la banqueta que dejan libre con los hielos del cubata todavía sin deshacer, viendo desaparecer su silueta, las solapas del abrigo levantadas y la música de jazz sonando vibrante.
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